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Domingo, 22 de agosto. A eso de las 14:30, y con la inestimable ayuda del padre de Brandon como acomodador de equipaje, salimos rumbo al Cottage que esta familia posee a 4 horas en dirección noreste. Cuando estamos ya cerca, atravesando caminos totalmente despoblados, Brandon se gira para preguntarme: "¿has visto alguna vez un lugar tan lleno de nada?". Y la respuesta es no, porque llevamos cerca de 20 minutos sin ver señales de vida humana a ambos lados de la carretera, lo cual no calma nuestro espíritu porque supone un impedimento para el juego que tenemos en marcha. ¿Cómo se las arreglan aquí para sobrellevar estos trayectos tan largos? Pues tienen sus trucos: la mayoría posee coches grandes y confortables - como la Highlander -, dentro de los cuales se soporta mejor eso de estar sentado durante horas y horas. También tienen juegos para no aburrirse, como ir buscando palabras escritas en los carteles de la carretera que empiecen por cada una de las letras del abecedario (la Q y la X son un suplicio, creedme). Y finalmente, vayas por donde vayas es fácil encontrar puntos donde hacer una parada. Sobre todo en los Tim Hortons, que están en todas partes aquí y ofrecen a los viajeros café largo, donuts y dulces similares con docenas de colores y sabores diferentes. Brad se divierte avisándome cada vez que pasamos junto a alguien muy obeso, casi orgulloso porque en Europa apenas vio a alguno de estos tipos grandotes: "y es aún peor en USA, Jousé, aunque allí en vez de Tims tenemos Dunkin' Donuts".
Antes de la caída del sol, llegamos al paraíso natural donde nos ha traído Brandon. El retiro de los Froh está a 50 km de la tienda más cercana, situado junto a la orilla de un lago, escondido entre árboles y no lejos de alguna otra casa aislada de gente afortunada que encontró este lugar. Aún queda luz para una pequeña escaramuza en la que el anfitrión nos muestra la utilidad de su machete para crear senderos donde no los hay, tal vez porque la vegetación creció mucho estos meses, o tal vez porque nadie había pasado por aquí antes. Una vez abierto el apetito, unos preparan la cena mientras otros jugamos al Battleship (Hundir la Flota). Y después, cansados por el viaje, nos asomamos al porche de la casa a contemplar las estrellas y disfrutar del aire puro y la tranquilidad de este paraje antes de irnos a descansar. Brandon tiene programadas un montón de actividades para el próximo día, así que me da pronto las buenas noches y se gira para el otro lado de la cama de matrimonio que nos ha tocado compartir.
El día siguiente, en efecto, da para mucho: por la mañana afinamos la puntería con un arco de madera fina y una escopeta de aire comprimido, y utilizando como blancos las latas de cerveza de la noche anterior. Después nos vamos de excursión para visitar el bosque que rodea al pequeño lago que es casi propiedad de los Froh. Llevo mis inseparables botas de montaña, y cuando Brad me hace señales para que me deslice unos pocos metros colina abajo, no veo peligro alguno y me lanzo a su encuentro; sin embargo, también llevo conmigo mi cámara de fotos antes del descenso, y cuando me levanto y me sacudo la tierra, descubro con zozobra que no sé dónde fue a parar. Los chicos se reúnen y trabajan de manera colectiva y disciplinada, con más esperanzas de encontrar la máquina que yo mismo. En un momento dado, Brad apoya una mano en mi hombro y me dice con suficiencia que la encontrarán, con ese tono certero con que en algunas películas el policía dice "no se preocupe, señora, encontraremos a su hijo". Finalmente, la cámara pasa a engrosar mi lista de pérdidas materiales, o quizá la lista de tesoros enterrados que los españoles hemos dejado en territorio americano. Llevo 5 días haciendo fotos como un maníaco, así que no oculto mi desilusión, no acepto consuelos y opto por quedarme solo haciéndome algo de comer mientras los muchachos bajan a comprar más cerveza para esta noche. Una tortilla francesa no suele darme problemas, pero no contaba con el detector de humo de la casa (esos trastos también se estilan mucho por aquí), que se empeña en liberar mi mal humor en forma de terribles palabras en todos los idiomas que me vienen a la cabeza. En definitiva, un mal día.
El día siguiente, en efecto, da para mucho: por la mañana afinamos la puntería con un arco de madera fina y una escopeta de aire comprimido, y utilizando como blancos las latas de cerveza de la noche anterior. Después nos vamos de excursión para visitar el bosque que rodea al pequeño lago que es casi propiedad de los Froh. Llevo mis inseparables botas de montaña, y cuando Brad me hace señales para que me deslice unos pocos metros colina abajo, no veo peligro alguno y me lanzo a su encuentro; sin embargo, también llevo conmigo mi cámara de fotos antes del descenso, y cuando me levanto y me sacudo la tierra, descubro con zozobra que no sé dónde fue a parar. Los chicos se reúnen y trabajan de manera colectiva y disciplinada, con más esperanzas de encontrar la máquina que yo mismo. En un momento dado, Brad apoya una mano en mi hombro y me dice con suficiencia que la encontrarán, con ese tono certero con que en algunas películas el policía dice "no se preocupe, señora, encontraremos a su hijo". Finalmente, la cámara pasa a engrosar mi lista de pérdidas materiales, o quizá la lista de tesoros enterrados que los españoles hemos dejado en territorio americano. Llevo 5 días haciendo fotos como un maníaco, así que no oculto mi desilusión, no acepto consuelos y opto por quedarme solo haciéndome algo de comer mientras los muchachos bajan a comprar más cerveza para esta noche. Una tortilla francesa no suele darme problemas, pero no contaba con el detector de humo de la casa (esos trastos también se estilan mucho por aquí), que se empeña en liberar mi mal humor en forma de terribles palabras en todos los idiomas que me vienen a la cabeza. En definitiva, un mal día.
Pero las cosas van mejorando a medida que transcurre la tarde. Brandon me lleva a la cabina anexa a la casa, ambas prefabricadas, para mostrarme con su mejor sonrisa sus aparejos de pesca. Su cara se ilumina cuando le digo que jamás he ido de pesca, y espera ansioso a que llegue la hora idónea para practicar este deporte: cuando cae el sol, y los peces no ven el anzuelo con claridad. Remando en la misma piragua, nos adentramos en el lago seguidos de Brad, Amanda y Anthony, que se reparten el trabajo de una manera muy original. Brandon tiene la esperanza de que consigamos peces suficientes para la cena. Yo no estoy en mi día más optimista, y sufro mientras tengo que atravesar al gusano con el anzuelo (tiene que estar vivo, me dice mi compañero). Una vez que anclamos las piraguas para probar suerte, Brandon se afana en encontrar signos de bancos de peces alrededor, mientras yo trato de poner en práctica sus instrucciones sobre cómo estirar y recoger el sedal y cómo sujetar la caña para sentir los tirones de la inminente presa. Al final regresamos al muelle sin botín, aunque yo estoy contento porque he aprendido a echar la caña - que como dicen mis amigos, es algo muy importante - y, sobre todo, porque tenemos una carne excelente y todo tipo de vegetales para asar en la barbacoa de esta noche. Las mazorcas de maíz se han convertido en parte indiscutible de mi dieta desde que aterricé aquí, y de postre tenemos Marshmallows (nubecitas de azúcar, vaya), que ganan un punto de sabor una vez que se achicharran lo suficiente. Y finalmente, Brandon, de nuevo con la mejor de sus sonrisas, me sugiere tímidamente que pase la noche en la cama que hay en la cabina de herramientas, ya que llevo roncando desde que llegué aquí y le aterra la posibilidad de pasar otra noche en blanco.